Columna de Rodrigo Cordero, Robinson Lobos y Ricardo Valenzuela en Ciper
La Constitución del 80’, dicen los autores, ha sido interpretada por una elite que ha establecido técnicamente los límites de lo posible. El Tribunal Constitucional, la dirigencia empresarial y diversos abogados expertos, contuvieron protestas y reclamos ciudadanos, estableciendo lo que debía ser descartado por “inconstitucional”. Hoy, creen los autores, lo que está siendo desafiado es ese “poder de la interpretación”. De alguna manera, tras el 18/O, se rompió el hechizo y los ciudadanos comenzaron a hacer sus propias lecturas de lo constitucional.
Desde hace algunas semanas el debate sobre el posnatal de emergencia, el retiro del 10% de las AFP[1], y otras iniciativas legales actualmente en discusión en el Congreso chileno, han traído de regreso la importancia de la discusión constitucional en nuestra sociedad. Uno de los efectos más elocuentes de esta conversación es la evidente “ansiedad” y “temor” que produce en distintos sectores políticos, académicos y expertos el cuestionamiento de los límites y contradicciones de nuestro orden socio-jurídico. Discutir democráticamente estos límites es incluso interpretado como un acto de profanación[2]. La ansiedad y el temor son estados de ánimo que, como pocos, revelan el lugar desde donde piensan, hablan y escriben nuestras élites: desde la incertidumbre de vivir en un mundo que se les ha vuelto crecientemente extraño, y el miedo que expresan a grupos que amenazan la coherencia de su identidad, la legitimidad de sus creencias y la certidumbre de sus formas de vida (jóvenes, migrantes, pobres, mujeres, disidencias sexuales, pueblos originarios y hasta superhéroes populares).
A raíz del debate sobre el estatus constitucional de algunos proyectos de ley, las reacciones han sido variadas. Hay quienes sostienen que el país se ha comenzado a acostumbrar a caminar “al margen de la ley”[3]. Desde esta perspectiva, estaríamos bordeando un escenario distópico en el que “cada juez o parlamentario parece un pequeño e irreflexivo Salomón haciendo justicia desde el corazón”[4]. Otros instan al poder Ejecutivo para que deje la inercia, reestablezca el orden de la ley y haga uso de sus facultades para poner coto a las intromisiones políticas del Congreso en las arenas sagradas de lo constitucional. De no actuar oportunamente, nos advierten, transitaremos hacia un sistema político ingobernable en el que la nitidez de “los poderes y atribuciones del Ejecutivo y del Legislativo” se diluye en los antojos populistas del momento[5]. El estado de alarma ha impregnado incluso los infranqueables muros del Tribunal Constitucional. Rememorando el ideal de la inmutabilidad de las normas constitucionales, la presidenta del Tribunal, María Luisa Brahm, ha emplazado públicamente a todos los actores a evitar el barbarismo que se avecina: o respetamos “integralmente” la Constitución de 1980, o nos encaminamos hacia un futuro sombrío[6].
Lo que estas y muchas otras apasionadas reacciones comparten es el temor a la subversión de lo “constitucional”, es decir, el temor a que se ponga en cuestión el principio organizador del orden socio-jurídico y se “contamine” con los conflictos de la política ordinaria y la democracia. Estas reacciones, sin embargo, no son azarosas ni mucho menos sucesos puntuales. El denominador común: responden a una lógica de contención de demandas de justicia social y domesticación de los márgenes de la discusión normativa en nuestra sociedad.
Uno de los aprendizajes más notables del ciclo de movilización social iniciado en 2006 con la Revolución Pingüina, y continuado por el movimiento estudiantil por la gratuidad (2011), por el movimiento No + AFP (2016), el Mayo feminista (2018) y el “estallido social” (2019), es el reconocimiento de la manera en que opera esta lógica: primero, las demandas son recibidas como metas moralmente deseables, luego son políticamente enmarcadas como poco realistas y, finalmente, son jurídicamente descartadas como “inconstitucionales”. La resistencia organizada que las elites económicas y políticas han montado en los últimos años para hacer frente a diversas demandas igualitarias y de transformación social democrática demuestra que la resiliencia del orden neoliberal en nuestro país descansa, en buena parte, en las diversas formas en que la distinción entre lo “constitucional” y lo “inconstitucional” se define, interpreta y moviliza a través de prácticas, regulaciones e imaginarios que gobiernan la vida cotidiana de la población.
En las democracias modernas la distinción constitucional/inconstitucional no es un tópico que atraiga demasiada atención en la conversación cotidiana de las personas. Sin embargo, ocupa un lugar central porque produce un espacio de representación simbólica, ordenamiento institucional y protección jurídica para principios, derechos e instituciones que una sociedad (o una parte de ella) valora como esenciales para el desarrollo de la vida colectiva y el ejercicio del poder. A diferencia de estipulaciones legales de menor jerarquía y aplicación jurídica ordinaria, las disposiciones con rango constitucional carecen de un significado unívoco y autoexplicativo; para que adquieran sentido y eficacia requieren ser interpretadas y reinterpretadas (Böckenforde, 1993).